Por: Eduardo Borunda.
La historia de México tiene una leyenda negra y demasiado larga de atentados políticos y sociales a los que hay que sumar también los atentados contra la libertad de expresión. Recientemente, el más cercano fue en contra de una senadora de la república, independientemente de la filiación política, nos causa temor que una ola de violencia genere más violencia. Ya han sido demasiado los muertos, demasiadas las víctimas, demasiadas viudas y huérfanos dejados por los anteriores sexenios.
De triste memoria, producto de la “Guerra Cristera” el enfrentamiento entre el ejército y los “cristeros” tuvo en las manos de José León Toral el asesinato de Álvaro Obregón. El enfrentamiento entre ambas partes duró varios años. El motivo central la imposición de leyes que restringían los derechos de los católicos en sus diferentes expresiones y que aún recordado bajo el manto de Plutarco Elías Calles en la promulgación de la “Ley Calles”. El enfrentamiento había dividido al país una vez más. La expresión popular no quería más sangre. Se pensaba que con la muerte de Álvaro Obregón en 1928 acabaría el conflicto… sin embargo, este prosiguió hasta 1929.
Muchos años más tarde, pero en Ciudad Juárez, moría José Borunda Escorza, presidente municipal de Juárez. Corría el año de 1939. La mañana de ese día (1 de abril) había llegado un paquete enviado a la oficina del alcalde fronterizo. Lo recibía el conserje, quien hacía la labor de asistente de la oficina. Ya por la tarde, se percató que no había abierto el paquete. Al llevarlo al escritorio y tratar de desenvolverlo, este explotó. La historia cambió dramáticamente, el autor material del mismo fue apresado, pasó varios años en cárcel. Los motivos políticos fueron revelados, pero la historia no olvida ese atentado que enlutó a la comunidad fronteriza.
En mis tiempos juveniles, escuchaba el malestar ciudadano. “¿Porqué no hay un valiente que saque una pistola y mate a fulano, mengano o zutano?” era un desdén por el famoso hartazgo que se sentía y se palpaba en ciertos espacios de la ciudad en contra de la clase gobernante, la clase política. Sin embargo, esos rencores fueron guardados y desgraciadamente nuevamente la sangre siguió tiñendo de rojos las calles y las plazas. Ahora era en 1984, hace exactamente 35 años. Un 30 de mayo, cayó a manos del arma homicida Manuel Buendía. Su muerte nunca fue esclarecida, pero dejó en claro que fue un crimen de estado. La historia que todo lo juzga no deja que se olvide el atentado en contra de la libertad de expresión. Otro atentado se consumaba.
El fantasma de las armas, del asesino solitario, del complot, de los distractores, de quienes dejaron la duda sobre las mesas de análisis. El México contemporáneo no fue la excepción. El 23 de marzo de 1994 fue también un asesinato artero contra quien se propuso desde la plataforma de su partido político llegar a transformar el México que sufría de sed y hambre de justicia. Luis Donaldo Colosio Murrieta caía abatido en Lomas Taurinas, en la Ciudad de Tijuana, producto de un plan de “alguien” o “algunos” que no lo quería en el poder. La desestabilización del país a través de la sangre, incendiaba el ánimo en el país.
En Chihuahua, Patricio Martínez García, gobernador del estado en turno, caía herido gravemente en el patio de palacio de gobierno el 16 de enero de 2001. La atención médica, su temple y “terquedad” para seguir con vida hizo que se recuperará. Para los creyentes fue un milagro, para los que no y para quienes ordenaron su asesinato, fue un acto de suerte y maldición… simplemente los atentados contra el estado y sus instituciones, no se han ido del país: el libro bomba es la nueva amenaza. En conclusión, no queremos más sangre.
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